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MI PADRE

I

Esta historia podría comenzar el día del nacimiento en Madrid de mi padre, noviembre de 1910, Santa Teresa, o mejor, al final del siglo XIX, cuando se conocen, también, en ese cabizbajo Madrid de la derrota y la pérdida de las últimas colonias, una asturiana, de carácter pausado y poco locuaz, y un madrileño, políglota de libro y contable de profesión, amante de los niños, republicano, casi anticlerical, pero pacífico y contemporizador. El lugar, al igual que el tiempo, también nos resulta ambiguo en su comienzo. La capital del Reino, en los días mencionados, facilitaba con su oferta de alquileres de precios asequibles, la movilidad de los inquietos inquilinos. En los alrededores de la plaza de la Cebada, cuyo mercado era a la sazón ejemplo de arquitectura moderna en hierro y vidrio, al gusto europeo –francés-, daban oportunidad, ocasión y lugar, a los que así lo demandaban, de encontrar pisos, de precio asequible, acordes con los avatares de su vida y fortuna.
El cuadro urbano del carro de la mudanza, con los modestos enseres amontonados en él, y tirado por una cansina mula con changarra de alegres cascabeles, o el de una galera movida por un lustroso caballo frisón, guiado por el guapo de la gorrilla ladeada y la colilla en los labios, era habitual y formaba parte del paisaje galdosiano, que va a enmarcar la infancia del nuevo madrileño. Y uno de esos carros mudó a la nueva familia desde la Cava Alta, por la carrera de S. Francisco, hasta la calle de las Aguas, bocacalle de esta hermosa vía.
Abría el nuevo madrileño sus ojos a la luz otoñal, como el primogénito de la recién creada familia, en la capital de esa monarquía nocturnal y chulesca, que, aunque trataba de recobrarse de las derrotas antillanas y filipinas, se embarcaba en desastres africanos y revoluciones sociales internas. Su vida no podemos decir que se diferenciara mucho de la de cualquier muchacho de familia media-media, tirando a baja, con el número de hermanos normales de la época, las apreturas económicas, los estudios y las inquietudes de cualquier otro, pero eso sí y desde un principio, se iba decantando su carácter y maneras, que mantendría toda su vida: sabía nadar y guardar la ropa a la perfección. Esta habilidad le habría de servir de mucho, como digo, a lo largo de su vida, a la que no podemos definir de brillante, ni de extraña, sino solamente de peculiar, debido, posiblemente, a su mencionado carácter. Carácter que hay quién lo calificaría de egoísta en extremo, o quizás, de habilidoso equilibrista, como de su signo zodiacal, Libra, se podía esperar.
Las dos "Españas" del verso de Machado, seguro que habrían existido siempre, pero con los enfrentamientos del siglo XIX y los acontecimientos de la guerra europea y sus consecuencias sociales en los años veinte, del siguiente siglo, marcaron la pauta, para la juventud española, que era su coetánea. En este caso, su educación liberal en la familia, le hizo derivar hacia un socialismo republicano, siempre opuesto a los fascismos emergentes de entreguerras, y por lo tanto a militar en la España que se le habría de helar el corazón por la derecha. La realidad es que su cultura autodidacta, heredada de mi abuelo, no le hizo destacar más que lo imprescindible, para ese guardar la ropa a buen recaudo cuando tenía que nadar. Su buen porte y maneras, al estilo de un Rodolfo Valentino de barrio sainetero o de marqués de opereta, le granjearon predicamento entre las féminas, y no pocas reticencias de familiares y amigos. Y fue otra madrileña de los entornos de la plaza de Antón Martín, "taquimeca" profesional, pero perteneciente a una humilde familia de estrictos y menestrales principios, la que consiguió llevarle al altar. Al altar de una iglesia castiza, como era la de El Salvador y San Nicolás, de la calle de Atocha, que sería destruida más tarde por el fuego incontrolado de la revancha popular. El amor resulta siempre incomprensible y a veces casi insensato: Ella, de principios católicos ancestrales y él, agnóstico republicano, al que a menudo reprochaba con mohines, el querer más al mismísimo Azaña que a ella.

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Y a poco de estos últimos acontecimientos aparezco yo en esta pequeña historia, aunque eso va a tener muy poca importancia en el relato. Fue mi nacimiento, tras de un frustrado hermanito que me precedió, en el primer año de la guerra civil, que tanta sangre y tinta ha hecho correr. Y de esa guerra, en la que todos tuvieron, obviamente, que tomar partido, por mucho que he leído y me han contado, no he llegado a comprender cómo el pueblo, la gente común, no intuía más claramente que en ese verano del 36, en el que mi madre estaba embarazada de mi, y los botijos no daban abasto para calmar la sed de los españoles, se iba armar la que se armó. Y digo esto, entre los millones de anécdotas existentes, porque pocos días antes del 18 de julio del 36, mi padre y mi abuelo materno viajan juntos y confiados hasta la bella y monumental ciudad de Arévalo, a visitar a un pariente próximo que estaba a punto de fallecer. El pobre agonizante dilata su muerte y mi padre, no queriendo esperar más, se decide a regresar a los “madriles”, con la puntería suficiente como para quedar en la zona de su predilección política. Ahora iba ha comenzar para todos los españoles toda una época marcada por las "acciones bélicas", los abandonos, el dolor, la muerte, y quizás también, la felicidad y la alegría. Mi otro abuelo quedó en su pueblo, al amparo de su familia, en la llamada zona Nacional, y ya no pudo volver a Madrid hasta terminado el conflicto.

El conocimiento del alma de una persona es imposible si no hay una gran comunicación y en este caso no la ha habido. Quiero decir que lo que aquí escribo de este estrecho trozo de unas vidas, es sólo fruto de la intuición, de relatos breves y al desgaire de lo que mi padre contaba de sus recuerdos. Interpretación de algo no sabido ni recibido como confidencia de sentimientos o deseos. No sé realmente, por desgracia, quien fue realmente mi padre.

II

Los bombardeos sobre nuestro Madrid forzaron mi nacimiento fuera de la ciudad, en un pueblecito de Guadalajara, donde se desplazó mi madre en el invierno del 36-37. A poco más de un mes de mi llagada al mundo, se produjo el traslado, como evacuados, de mi pequeña familia, la abuela, la madre y yo, de Madrid a Valencia, siguiendo al Gobierno de la República, (Como ya dije, mi abuelo materno se quedó en el pueblo de Arévalo y allí pasó toda la guerra, viviendo prácticamente de la caridad de su familia). Barcelona, tres meses más tarde y siguiendo el triste destino de ese Gobierno de la República, nos acogió hasta el final de la guerra. Y mi padre desde esa su guerra, como capitán de Carabineros, mando al que había ido ascendiendo con repetidos estudios y partiendo de su calidad de profesor mercantil, nos hacía periódicas visitas, siempre que podía, allí donde nos encontrábamos.
A todo esto en el frente, con el paso de los meses, se fueron sucediendo las forzadas retiradas del ejército republicano, ante las ofensivas de las tropas facciosas de Franco y sus amigos alemanes e italianos, y las visitas de mi padre a Barcelona cada vez se hicieron menos frecuentes. Aunque, como es lógico, yo no las recuerdo, pero me las han contado, igual que me dijeron que aprendí a hablar catalán con las muchachas del servicio de la pensión de un chileno, el señor Cussano, donde vivíamos y en la que fui bautizado en el gran comedor de la casa, por un cura camuflado, junto con otros niños, también refugiados, a los dos años de edad. Y así hasta la derrota final y la salida de mi padre, con el ejército derrotado, por la frontera de Francia. En esta pensión, ingenuamente protegida por la bandera de un país neutral como Chile, se desenvolvió en drama intenso de la decisión a tomar por mi pobre madre. Seguir a mi padre al otro lado de la frontera, con una abuela mayor y un niño casi un bebé, siguiendo la desbandada, o quedarse en España, ni soltera ni casada ni viuda, como ella diría más tarde. Se decidió por la segunda opción.

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Pero antes de continuar este relato, dejaré dicho que los conocimientos de mi progenitor, sus estudios de profesor mercantil y la cultura de oficinista ilustrado, así como sus rudimentos del idioma francés aprendidos en la Escuela de Idiomas de Madrid, le habrían de servir para mantener el tipo de la mejor manera posible y sobrevivir toda su larga vida. Nada más comenzar la guerra, con el alzamiento rebelde, y de acuerdo con sus ideas, se enrola en las milicias populares al servicio de la República, que pronto habrán de convertirse en un ejército mejor estructurado, pero necesitado de mandos eficientes y fieles, que dirigieran a las distintas divisiones regulares que se formaron, y que pudieran sostener el frente ante el empuje de un ejército más unificado, como era el de Franco. Tras los apresurados estudios de formación militar, acaba con su título de capitán de Estado Mayor y destino en el cuerpo de Carabineros, versión de la Guardia Civil en el bando republicano. Así en los tres años de contienda, mi padre alterna los cursos y cursillos de aprendizaje militar (tenía un gran recuerdo de su estancia en Lorca), con las actuaciones en el frente de batalla, hasta llegar a lucir los distintivos de capitán de Carabineros, con diploma de Estado Mayor, como ya he dicho. Esto estudios y su experiencia le marcarían para siempre.
Cuando yo le conocí en París, muchos años después, presumía ingenuamente de sus previsiones. En los múltiples bolsillos de su atuendo, y no sólo cuando viajaba, portaba un buen número de pequeñas cosas útiles para los avatares cotidianos. Además de una documentación impecable y bien surtida de “papeles”, un plano con los transportes urbanos al día, una libreta de notas y apuntes, pluma estilográfica o “punta Bic”, para realizarlos, e incluso lapiceros de colores, cuando quería perpetuar algún rincón de la ciudad, también sabía pintar. Además portaba un pequeño "set" de costura para un buen remiendo oportuno. Una pequeña navaja polivalente con lima, tijeras, destornillador y otras diminutas herramientas le daban seguridad, al igual que varios pares de gafas, una lupa, una linternita, algunas “tiritas”, pañuelos de papel y un pequeño anteojo, que le ayudaba, ya de más mayor, a leer los carteles de los servicios públicos parisinos. El “casquete”, el impermeable, recogido en su bolsa reducida, serían unos objetos inseparables, por si acaso, en el lluvioso París.

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Pero continuemos de nuevo con la guerra. La siempre precaria actuación del ejército de la República, aparentemente ayudada y abandonada en todo momento, por los que se decían sus amigos, llevó a mi padre, como ya he dicho, por los distintos y conocidos frentes de la contienda civil, muchas veces en primera línea, llegando, en estos avatares hasta tener que mandar toda una división, que había quedado huérfana de sus altos jefes naturales, por bajas en combate. Y todo esto, hay que decirlo, sin un rasguño, sin una torcedura de pie, ni tan siquiera un mal catarro. Sabía cuidarse. En todo momento, ya como capitán del ejército republicano, usó automóvil en sus desplazamientos, y lució unas botas altas relucientes, gracias al lustre que le aplicaban sus asistentes y ayudantes.
Y como todo el mundo sabe, en el invierno del 38 al 39 la República Española del año 31 iba a ser derrotada, por el ejército del general Franco, con la pasividad del resto del mundo democrático y el frotarse de manos de las potencias del Eje, a punto de comenzar una gran guerra, a la que la española sólo habría servido de entrenamiento.

A la frontera del norte de Cataluña, en el Ampurdán, miles de personas, bajo la lluvia, el frío y el viento, cruzando caminos y carreteras bacheadas, tratan de llegar cuanto antes. Carros abarrotados con pobres enseres y niños asustados. Turismos anticuados y camiones traqueteantes se apuran en alcanzar, con sus faros apagados, esa frontera. Junto a los civiles asustados y angustiados, se apresuran grupos de soldados, que se esfuerzan en ayudar a sus compañeros heridos y desanimados. Hombres y mujeres tienen la sensación de que todo se está acabando, que llega el fin de la guerra y puede que el de ellos mismos, aunque siguen los bombardeos y se huele el avance incontenible del ejército vencedor, sin resistencia y sin apenas combate. Barcelona cae en poder del ejército de Franco el 26 de enero de 1939. Más frío y más miedo con sabor en el gaznate a humo y a incendios mojados por la lluvia.

Tras lograr llegar a las fronteras de Cerbere o Le Perthus, los soldados y sus mandos, que aun conservaban su escasa impedimenta y armamento, con los uniformes ajados y deslucidos, son desarmados por los gendarmes franceses y remitidos, como ganado, a los campos de concentración habilitados al efecto en las playas cercanas. Allí serán vigilados, despectivamente y con caras de no comprender ni de importarles mucho lo que pasaba, por soldados senegaleses del ejército francés. Madrid se hunde el 29 de marzo y el decreto del final de la guerra lo firma el Caudillo-dictador el primero de abril.
Y mientras, allí, entre las alambradas y las olas, se encogía de frío y hambre un ejército vencido, herido y harto de estar harto, pero que ante el dilema de quedarse o salir, alistado en "la Armeé" francesa, no dudó, más tarde, en embutirse el nuevo uniforme de paño azul oscuro y traspasar las puertas del campo, desfilando con orden y hasta cierta marcialidad, camino de una nueva derrota, esta vez ante los alemanes.

Y en esos momentos, como en tantos otros, la buena fortuna de mi padre le va a valer para seguir en el "puesto de honor" de la dolorosa vida cotidiana. Las autoridades del ejército francés en el campo de concentración, donde está recluido el ejército vencido y huido, de los llamados “rojos”, piden interlocutores entre sus hombres que supieran hablar francés. Y ahí estaba su "chance". Como ya dije, él había estudiado en la Escuela Central de Idiomas de Madrid, junto a mi madre, la lengua de Moliére, y esto le iba a abrir, apoyado en sus buenas maneras, la confianza de los mandos franceses y también, las puertas de la cantina, de los abastecimientos y del relativo bienestar que puede proporcionar el saberse útil y casi imprescindible para los suyos. También colaboraba a ese mejor estado de las cosas, el otro capitán de su compañía, inseparable camarada de los últimos meses de batallas y escaramuzas de retirada, y que se convertiría en un buen amigo de gran carisma y buen trato. Estaría su lado en todo momento, compartiendo ese final tan amargo de la guerra. Y ahora, en este infernal lugar, las miserias parecían abandonarles a la caída de la tarde, húmeda y desapacible, cuando juntos saboreaban un bocado, acompañado de un relativamente buen vino francés. Su amigo el capitán, hacía además lo preciso, con su optimismo contagioso, para que esos desastrosos y largos momentos resultaran algo más agradables, y que esos días no fueran tan tediosos, en espera de dar paso a una nueva aventura juntos.

III

El hecho de tenerse que embutir en el nuevo uniforme francés, proporcionaba a los soldados la fortuna de contar con una ropa interior, calcetines y botas nuevos, que sustituyeran a lo muy deteriorado que aun cubría su piel. Las condiciones del campo no eran las idóneas para el cambio de indumentaria, pero todo el personal lo tomó como un gran acontecimiento, deseando salir pronto de aquel infierno de humedad, frío y aburrimiento. El tiempo allí se hacía eterno y el posible movimiento, que los mandos hacían llegar a la tropa como un feliz acontecimiento, hizo el resto. La compañía de carabineros, reforzada con efectivos de otras unidades, salió desfilando del campo, con sus nuevos uniformes, para incorporarse a un nuevo ejército, que habría que enfrentarse a una segunda guerra, esta vez muy distinta de la anterior.
La marcha hacia el posible frente en el centro de Francia fue bastante disciplinada y tranquila, aunque las noticias que llegaban de la contienda europea, con carácter general, no eran lo que se dice muy halagüeñas. El 28 de mayo la resistencia aliada cede y se reembarca el ejército aliado en Dunkerque. El ejercito Alemán, la famosa Wermach, presionaba en las fronteras norte y oeste de la nación del hexágono. El 7 de junio, con la batalla de Somme, el mariscal Weygrand hace el último intento de detener ese avance y pronto, unos días después, la rendición se hizo inexorable. El 14 de junio las tropas de Hitler entraban en París. Los nuevos combatientes hubieron de rendirse a esa realidad y al ejército alemán. Prisioneros de nuevo, los soldados y sus oficiales son obligados a desplazarse del lugar, a través de Francia, en las ya conocidas marchas de la muerte. Los caminos y las carreteras se llenaron de soldados castigados por las inclemencias del tiempo y la fatiga de la larga marcha, mal alimentados y hostigados de continuo. Muchos no aguantaron este nuevo desafío de la mala fortuna y dejaron la piel y sus huesos en las cunetas y en las fosas comunes. Y mi padre aguantó, aunque con un cierto desconcierto en su estado de soledad, ya que su amigo, el otro capitán, había desaparecido de repente en los confusos momentos del apresamiento.

En algo le debieron de servir, para su supervivencia, en esos aciagos momentos de la marcha, el haber pertenecido, en su juventud, una sociedad excursionista que gustaba de recorrer la sierra madrileña, y también los breves minutos, que todos los días, muy de mañana, dedicaba a la gimnasia sueca. Al final de la marcha, las plantas de sus pies estaban reventadas y tuvieron que ser intervenidos, abriendo sus plantas en canal. Era su único percance en todo el tiempo de contiendas. Esa cicatriz, que unía casi el talón con los dedos de los pies, era como un auténtico trofeo de guerra para él.

El general Pétain, se hizo cargo de la dirección de la Francia derrotada y solicitó de los alemanes un armisticio, con lo que el 25 de junio de 1939 terminó la segunda guerra de mi padre. Y allí se quedó, en la zona que el ejército invasor encomendó al gobierno colaboracionista con capital en Vichy. Nuevo golpe de suerte, ya que como se sabe, a los soldados de la República española que cayeron en manos del ejército alemán, que estaba más al norte, la fortuna no les fue tan favorable y muchos de ellos acabaron en los inicuos campos de exterminio nazis.
Pero, en esos momentos y dada la nueva situación, había que hacer algo y no vivir de la caridad. A España no se podía ni se quería volver de momento. Algunos, bastantes, optaron por embarcar hacia América, pero él, como otros tantos, eligió quedarse en esa parte de Francia para ver como acababa todo aquello. Cada uno trató de aplicar sus habilidades para subsistir. En el caso de mi padre fue unirse a una pequeña compañía circense, no creo que tuviera siquiera categoría como para ostentar el nombre de Circo, formada por refugiados de varias procedencias. Uno de ellos, ¡casualidad!, era un “viejo” conocido, hermano de unas amigas íntimas de mi madre, que también había tenido que cruzar la frontera apresuradamente. Maqueda, pues ese era el apellido del amigo madrileño, tenía el título de Perito Industrial, formado durante la República en el incautado ICAI, y había sido uno de los encargados por el gobierno de la República para montar, en una fábrica de Cataluña, los famosos pequeños aviones de combate “Chatos”, que el gobierno de Estalin mandaba a España, embalados en cajas de madera y despiezados.
Esta “trupe”, que recorría los pueblos de la Francia del sur, daba su espectáculo de variedades españolas, junto con juegos malabares, equilibristas y “magia”. De esto último se encargó mi padre, que algunos conocimientos de empedernido lector, tenía sobre esoterismo, adivinación e hipnosis. Trajeado con un viejo pero aseado “esmoquin”, y con sus exquisitos ademanes, componía un número de gran efecto. En esos pueblos franceses se les acogía con desigual afecto, como es comprensible, pero podían ir tirando, mientras el conflicto mundial se complicaba y se quemaban etapas de muerte y destrucción. No obstante y a pesar de todas las dificultades del momento, a mi casa de Madrid, a donde habíamos vuelto de nuevo, llegaban cartas dirigidas a mi madre, a través de la Cruz Roja u otros medios, siempre abiertas y censuradas.
Y como todo en la vida acaba por deshacerse, el grupo, que encuentra cada vez más dificultades de movimiento, sobre todo a partir de los momentos en que la Resistencia interior en los países ocupados, se va organizando y recibe creciente ayuda de los aliados, para ponerse al servicio de la liberación del país, acaba disolviéndose. Ese, el apoyo a la resistencia, va a ser su nuevo destino, como lo eligieron tantos otros refugiados en Francia. Los conocimientos militares y organizativos de los republicanos españoles iban a ser muy útiles en esta nueva etapa de la guerra, igual que su excelente organización fue, en muchos casos, vital en los campos de exterminio nazis, donde estuvieron recluidos. Un grupo de españoles, entre los que se encontraba mi padre, fue encomendado por los mandos de la resistencia, para guiar, custodiar y defender a familias judías que traban de abandonar Francia, por fronteras seguras, dado el peligro que tenían de ser deportados a los campos de Alemania o Austria. De este periodo contaba mi padre algunas sabrosas anécdotas que reflejan el extraño carácter y comportamiento de estos personajes. Eran, al parecer, fundamentalmente familias acomodadas que, aparentemente no se podían creer la realidad del trágico momento en el que vivían. Les conducían en transportes improvisados, generalmente de noche, y los albergaban en conventos de religiosos católicos, donde podían estar más seguros. Aunque la consigna repetida de sus cuidadores era que no hicieran ninguna ostentación de sus pertenencias y que no se exhibieran en público, parece que eso les era algo imposible. Las señoras se embutían en sus ricos abrigos de pieles y portaban la mayoría de sus joyas en cuanto podían, exhibiéndose por los pueblos. Les dieron mucho trabajo estas gentes, con el no querer deshacerse de sus bienes innecesarios, que cargaban en un equipaje voluminoso y difícil de ocultar, pero consiguieron mucho, por no decir todo, el éxito en sus misiones.

Aparentemente los meses seguían pasando con relativa buena fortuna, sin embargo, según comenzaron a cambiar las tornas para los ejércitos del Eje, el panorama se empezó a endurecer. La resistencia, mejor armada y organizada, dañaba con sus actos de sabotaje y sus golpes de mano, la moral del ejército alemán. En contrapartida, este ejército ajustó más su vigilancia y acentuó la represión. Aquí, merece también hacer referencia a otros problemas, pero esta vez dentro de su propio bando. En una ocasión, y dado que parecía que las cosas del grupo en que estaba integrado mi padre, iban bien, demasiado bien, una célula de la resistencia de partido comunista francés, estuvo a punto de fusilarlos por colaboracionistas. Menos mal que las cosas se aclararon a tiempo y todo quedó en un importante susto.
La guerra iba volviéndose, digo, hacia un final más feliz para las tropas de los aliados, y por lo tanto, como se sabe, el endurecimiento de la reacción del ejército alemán iba creciendo. Y un mal día, en uno de los pueblecitos franceses en que actuaba su grupo y en el que parecían más seguros, fueron denunciados a las autoridades colaboracionistas francesas y una patrulla de las SS, los atrapó sin apenas tener tiempo ni medios para defenderse. Estaban perdidos, ya que en esos momentos no había ningún tipo de contemplaciones. Fueron hacinados en los calabozos de la gendarmería más próxima al lugar en que habían sido detenidos, y con un simulacro de juicio, condenados a muerte. Se anunciaba el fin de tantas aventuras.
Aunque no parecían creérselo, los hechos confirmaban que iban a ser fusilados en cualquier momento. Dentro de los calabozos del viejo cuartel resonaban los ecos de los movimientos militares que llegaban ruidosamente del exterior. Una y otra vez eran interrogados, con acompañamiento de malos tratos y de una comida intragable. Al anochecer del cuarto día de estar en esta penosa situación, la espesa tensión anunciaba que había llegado el momento. La puerta del calabozo se abre bruscamente y soldados armados y visiblemente nerviosos, sacan a empujones de entre los allí reunidos a, ¿quién podía ser?, a mi padre. Oye su nombre, su apellido, nombrado con tosco acento teutón y con las piernas temblorosas, le hacen salir por la puerta del calabozo.
Ya en las escaleras y a lo largo de los pasillos que llevan a las oficinas del primer piso, parece que el clima va cambiando, que la tensión se atenúa, y por fin la gran sorpresa. Al abrirse la puerta de uno de los despachos de la gendarmería, avanza hacia él un apuesto oficial alemán, pero con la faz del capitán, su antiguo compañero de guerra en España. Era imposible. Un abrazo hace que todo se torne en un mareo, un remolino de secuencias pasadas. No podía hablar y únicamente balbucía: tú, eres tú, eres tú. Era muy difícil, en esos momentos dramáticos para un ejército prácticamente en retirada, como el alemán, dar muchas explicaciones. Sólo una cosa quedaba clara. La amistad o algo más pueden perpetrar estos milagros, junto, eso sí, con la buena estrella. El consejo o más bien, la orden urgente fue la huida, el alejamiento, lo más rápidamente posible de este lugar. Aunque el pensamiento en los compañeros que quedaban se hacía insoportable, pero era lo necesario aunque, tal vez, no lo justo, como suele pasar en la vida. Desde lejos pudo aun comprobar que las columnas del ejército alemán se retiraban del pueblo, llevándose, tal vez, al resto de los presos.

Suelto de nuevo por los campos franceses, aunque ahora con el gran cambio en la suerte de la llamada Segunda Guerra Mundial y la derrota de los ejércitos alemanes. Toda su obsesión fue llegar al París liberado, aunque ya no volvería a ver más a su compañero salvador. Allí se estableció e iría a vivir más tiempo que en España y llegaría a ostentar un puesto de ejecutivo-financiero en una empresa nortemericano-francesa de alimentación muy importante. A su patria ya no volvería, y eso en tiempo de vacaciones, hasta la muerte del Dictador.

 

2003-2004

Mariano Bernuy - Arquitecto © 2003. Todos los derechos reservados.