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RECUERDOS

El hecho de acercarse de nuevo a las calles de su infancia, cuando tantas cosas le habían sucedido en estos años de ausencia, y ahora, en que la vejez tan temida iba acercándose implacable, le producía un estado de atolondramiento y embriaguez inesperado. Fueron años aquellos de su juventud, en los que la soledad de casi marginado y motivo de mofa de los otros chicos, por su leve cojera, dejó huellas profundas en su alma. Su recuerdo en estos instantes le producía un raro sentimiento de languidez, distinto a todos los demás sentimientos que conocía.  No es que fuera la primera vez que pisaba este sucio empedrado, desde su mudanza a otras zonas de la capital, ni mucho menos que desconociera el cambio producido en estos viejos barrios, pero hoy sentía en su interior que lo veía todo con extraños ojos nuevos.
Avanzaba despacio, como se debe andar al encuentro de una vieja realidad. Observaba los escaparates de los comercios que se habían ido transformando en locales modernos, sustituyendo a los que en su niñez y juventud, servían al escueto consumo de las gentes del barrio. Y todo le iba evocando recuerdos, risueños o dolorosos, aunque siempre entrañables, teñidos de un cierto temor irracional y desconocido.  Cada vez su tranco era más corto. El regodeo de su mente, como si acariciara los zócalos berroqueños de las casas, hacía que su pensamiento se enroscase en los barrotes de hierro de las ventanas bajas, que en su día le sirvieron de cancha de juegos y diversiones procaces y sucias. Una de ellas, bien lo recuerda, consistía en orinar el grupo de chavales en un bote de conservas, que, atado con un hilo fuerte pero fino y una piedra de contrapeso, se situaba en la reja de la ventana. Y a esperar que un incauto viandante, acompañado de la penumbra del anochecer y la débil luz de los faroles, tropezara con el hilo y vertiera sobre él el repugnante líquido. Luego todos a correr entre carcajadas histéricas, calle abajo.
Pero esos recuerdos son sólo de aparente felicidad y se encuentran situados en una primera capa de su corteza cerebral, que ocupa la memoria selectiva. Tras ella la realidad era muy otra. Había existido felicidad juvenil sí, a veces, pero junto a ella, la amargura de los días difíciles del odio, de la pobreza y del miedo que le rodeaban, entristeciendo su niñez y la de los que compartían aquellos años de tantas carencias. Vivía aún con él, después de tanto tiempo, la angustia de los crueles desprecios y motes producto de la ligera cojera que tenía y que le hacía ser menos ágil en las carreras y juegos, que los otros chicos. Le asaltaba como otras tantas veces, el recuerdo de la desolación de aquel día, en que, sentado en un banco del parque, tras la pelea con otros mozalbetes de un barrio cercano, había recibido un pequeño puntazo en el muslo, de la navaja de aquel muchacho, al que ni siquiera conocía, y esperaba ayuda de alguien, para superar su temor a entrar en la Casa de Socorro cercana. Y tantos otros momentos difíciles, que se agolpaban en ocasiones en su mente.
También llegaba a su recuerdo, a hurtadillas y contra su voluntad, el regusto que le había producido el observar a las niñas en sus juegos, contemplar sus piernas y el bulto incipiente de sus senos, aún no desarrollados. Que emoción le producía, en su actual soledad, el recuerdo del relámpago blanco de una braguita, que aparecía al tropezar y caer alguna de ellas, saltando a la comba, o la locura de conseguir un lugar estratégico para verlas aliviar sus infantiles vejigas en un rincón del parque.

                                                                       *
Después de cruzar la ruidosa plaza, a la que hacía ya bastante tiempo la habían dotado de un estacionamiento de coches subterráneo, siguió bajando por aquellas calles, que fueron como su segunda casa, y cuyos edificios, oscuros por el tiempo y la contaminación, acariciaban sus ojos ahora.  Como era la tarde del viernes, grupos de chicos y chicas, jaraneros, y de momento poco repletos de alcohol, entraban y salían de los innumerables bares y colmados, que desde hacía bastante tiempo, se habían instalado en los bajos de esos inmuebles.
Las calles se iban haciendo más estrechas a medida que bajaba la pendiente, y el olor que percibía, aunque familiar no era el mismo que su recuerdo le obsequiaba. El aroma agrio del vino derramado a la puerta de las dos, tres o más tabernas del barrio, cuando se descargaban las cubas de madera, venidas sobre carros desde La Mancha; los efluvios del horno de pan de la tahona, local que parecía que nunca dormía, o, el incomparable tufillo de los "Ultramarinos Finos", no se podía comparar al actual, que estaba dominado por el hedor del humo de los automóviles, que en apretada línea acaparaban, muy juntos, uno de los laterales de la calzada.
Por aquel entonces, el paso de un coche por las calles, hacía que los juegos de chicos y chicas se interrumpieran. Las calzadas de pulidos adoquines, servían de cancha para los deportes y juegos, cutres y domésticos, que con cada época del año se ponían en marcha. Los corros y los cánticos alegraban la pobreza y la estrechez de sus horizontes, que la posguerra había traído para todos los que en esa calle de la capital habitaban.  El recuerdo de las chicas se hizo en este momento más claro. Las vecinas: Amapola, la hija de la portera. Aurora y Julia y sus hermanas más pequeñas. Tantas y de tan felices o dolorosos recuerdos. Qué trato tan distinto el de ellas al de las demás mujeres que habían pasado por su vida.  Habían crecido juntos y jugado intensamente., conoció el despertar del sexo juntos. ¿Que habrá sido de todas ellas? ¿Y de los amigos? Fernando, Luis (no; Luis murió ahogado un verano en una playa, al parecer de manera extraña, viviendo todavía en el barrio), Julio y su hermano, del que no recuerda su nombre, y los compañeros de colegio, o de la catequesis...
Parado en la esquina, contemplaba ahora la casa que había sido su hogar durante tantos años. En otra época habría llamado la atención un hombre parado en la acera y observando. Ahora entre los coches aparcados muy juntos y los grupos de gente que se mueven alegres, no era el caso.  Además ya no se ven niños.  La calle ha dejado de ser un lugar de posibles juegos y reunión. Hasta los balcones, con barandillas de hierro forjado, tienen menos tiestos con flores. El portal sigue siendo el mismo, aunque le han "modernizado", introduciendo detalles del peor gusto de la época actual. Una cancela de carpintería de aluminio y vidrio, ha sustituido a la puerta de maciza madera que había antes. A través de esta cancela puede observar el interior. Se conserva todo el aire rancio de entonces. El chiscón de la portería debe de haber sido destinado a otro menester, pues se le ve cerrado a cal y canto. La escasez de luz sí que recuerda tiempos pasados. No se atreve ni a intentar traspasar la puerta, que permanece asegurada por el portero automático. No es que piense que nadie le pueda recordar, ni siquiera que viva aún alguno de los vecinos de entonces, pero es incapaz de seguir más adelante.   
Cruza a la otra acera con dificultad entre dos coches y observa fascinado el edificio contiguo. De pronto se agolpan en su mente los malos recuerdos de vejación y desprecio, que le sofocan. Los veranos, calurosos e interminables, que finalizaban con las tormentas de Septiembre y la vuelta a los colegios, estaban adobados de la rabia contenida por los malos tratos de su familia, de los momentos de sonrojo pasados por las burlas crueles de chicos y chicas. No presentaba ahora su cuerpo las adiposidades de entonces, sino por el contrario, los tumbos de su azarosa vida le habían convertido en un hombre enjuto, de hambres y soledad, en cárceles y casas de salud. Estos eran otros malos recuerdos, que mejor deberán pasar a un segundo término.  Ahora, a pesar de todo, se le siguen yendo los ojos detrás de las caderas y de los pechos de las alegres jovencitas, que en pandillas pasan delante de él. Pero la intensidad de estos recuerdos forma, en su débil cerebro, un torbellino tal, que impulsan a sus piernas a volverse y emprender una retirada de este lugar al que nunca debió de volver.  Aunque todo es inútil, incluso esta fuerza no puede superar al instinto que aquí lo trajo esta tarde.
Ese inmueble, pequeño de altura, con su escalera estrecha, de peldaños de madera clara y desgastada, le atrae de una forma especial desde hace muchos, muchos años.  En sus sueños recurrentes, se ve a sí mismo subiendo esos empinados tramos, de escasísima luz y con puertas de madera oscura en los descansillos, hasta llegar al último, donde le espera la figura del ahorcado, que cuelga, como péndulo parado, de una de las vigas de madera de la cubierta. El gastado cinturón de cuero, había servido al viejo ferroviario, padre de familia numerosa, para trasladarle en el último viaje.  Tal vez fue el hastío cotidiano de su trabajo, junto con el odio a su infame familia, lo que le habría empujado a tomar esa drástica decisión, inesperada aparentemente por todos, los que, como siempre, nada conocen del alma de los demás.

<Aquel día estaban todos los chicos, jugando en la calle, como de costumbre, cuando alguien, en voz baja y sin aliento por la carrera que llevaba, dio la noticia.  No se lo podían creer. Nunca pasaba nada especial en la calle. Pero esta vez era cierto, y un peregrinar de figuras en la penumbra de la tarde, como si de una romería se tratara, subió temeroso y expectante la misma escalera, que tanto ahora le atraía, para ver al ahorcado, antes de que la justicia se lo fuese a impedir>.
                                                                      
El Tarot nos recuerda que en El Colgado reconocemos ese momento de suspensión en el que tomamos conciencia de la realidad. Nos anuncia la rendición y el último sacrificio, junto con la advertencia de que la salvación se halla en el arrepentimiento. Pero para él ya no había que esperar salvación alguna. La rendición había llegado. En la desigual lucha entre el honrado trabajador, que se reflejaba en su apariencia externa, y el monstruo que se retorcía en su interior, siempre llevaba las de ganar este último, y desde su coxis llegaban a su sexo llamaradas de sucios deseos que nublaban su razón. Por eso volvía hoy al lugar de sus pesadillas. Al encuentro con la viga de la que debería colgar su cuerpo, como el del vecino, al que recuerda vestido siempre con un mono azul y marchando al trabajo, muy de mañana, con su cesta de mimbre en la mano, donde portaba su comida diaria.

La noche había ennegrecido el cielo, en el que ya no se veían estrellas, y las farolas de la calle no lograban alumbrar lo suficiente. Su problema era traspasar la puerta que cerraba el acceso al portal. El “telefonillo”, que destacaba  grosero en una de las jambas de piedra de la puerta, le animaba a solicitar paso. Temía una respuesta que se lo impidiera, con aquel necuacuan castizo del viejo reverendo de la catequesis. En estas dudas estaba cuando la puerta se mueve bruscamente y salen del portal gritando y persiguiéndose dos mozuelos de pocos años, que apenas reparan en él. Aprovecha la ocasión y entra. El zaguán, tan estrecho como la escalera, está algo remozado, aunque conserva su aspecto de entrada a la caverna. Algo había mejorado su iluminación, pero quedaba claro que los vecinos no estaban dispuestos a gastar en este capítulo de su presupuesto demasiado, y a cada fracción de tiempo se apagaban las lámparas, que volvía a encender el interruptor situado en los descansillos. Avanzó, ahora sin los remilgos de hace unos momentos, y comenzó a pisar los viejos peldaños de madera desgastada que bien recordaba. El silencio era general en todo el edificio. De algunas viviendas llegaba el ronroneo del televisor encendido en algún cuarto alejado.  Alguien cantaba, tal vez haciendo la cena, pero se sentía muy lejos y sólo llegaba un tufillo de potaje que inundaba el cubículo. 
Ya estaba a oscuras en la tercera y última planta, cuando se enciende de nuevo la luz, accionada desde el portal posiblemente. Conteniendo el aliento se encarama al último tramo de escalera que conduce a las buhardillas, y en un recodo se esconde. Su atormentado corazón, no hay que decirlo, golpeaba su pecho con una falta de delicadeza que cualquiera notaría. Los pasos resuenan en el entarimado de los peldaños  como en un timbal, e intuye que un milagro se va ha realizar de nuevo. La luz se vuelve a apagar. Es incapaz de contener sus ansias. En el segundo piso se para el ligero taconeo. Entonces se deja deslizar por la escalera resbalando sobre la barandilla de hierro fundido. Y allí está lo que su instinto tanto intuía. Todo su ser necesita estrechar en un abrazo ese cuerpo de mujer joven. Tan joven, que ahora, con esta escasa luz, comprueba que es casi una niña.  No lo duda un segundo. Su cuerpo, poco ágil, atorado por la artritis, se descuelga, ahora veloz, por esa zanca de escalera que los separa. Y sin darle tiempo a introducir el pequeño llavín en la cerradura, la inmoviliza, haciendo bueno su antiguo mote de malasangre, que tantos infames éxitos le ha proporcionado.
La tiene atrapada, amordazada su voz con la presión de la mano en su delicada boca. No se ha producido ningún ruido. La arrastra, seguro de que esta vez será la mejor, hacia el desván de sus sueños. Se para jadeando a escuchar, mientas mantiene bien fuerte su mano en la cara de la niña. No se oye nada. El silencio, junto a los rumores de antes, le aconseja seguir.

Pero..., tendrá que ser esto el final?

A pesar del esfuerzo, aún es capaz de pensar. La lucha se desencadena de nuevo. ¿Quién es él para decidir el destino de los demás?  Aún hay tiempo de reflexionar. Pero no, su yo feroz acapara y domina la situación. Nota en el cuerpo su calor y el jadeo de la respiración. Una tenue luz que se filtra por el respiradero de la cubierta, le muestra una cara crispada, pero muy bella. Será capaz de suavizar la presión de su mano y besarla. Lo es. Deja resbalar la mano, húmeda de saliva y lágrimas, y espera el grito que no llega. La deposita suavemente en el suelo sin soltarla, y se inclina, ignorando sus habituales dolores reumáticos, para besarla. No hay repuesta. Teme que un colapso haya dejado sin vida el joven corazón, que se aloja en tan hermoso pecho, bajo la tenue blusa que se ha desabrochado en la pelea. Mas no, ella, muy despacio, abre sus enormes ojos asustados y le deposita en la cara una mirada que le quema.  Él en este momento, aun no la ha soltado del todo, y la aprieta contra su pecho. Pero es la primera vez que en estos casos no está excitado y que su miembro viril no le está reclamando penetrar en la hembra que tiene bajo él.
El agitado respirar de la muchacha le llega en oleadas. No se ha roto el silencio, y hay como una espesa niebla ante sus ojos que le incapacita para actuar. Será que ya está demasiado viejo para seguir sus impulsos, o quizá hay algo distinto en esa mirada, que apenas distingue a la pobre luz del rellano del desván. Se retira dejando el cuerpo deseado en el suelo, pero esta vez inútil para su satisfacción, y trata de pensar, de recomponer su descuartizada mente.  La mujer que tampoco comprende bien el momento que está viviendo, retira sus ojos del asaltante y con el instinto femenino de pudor lleva sus manos a la ropa, tratando de arreglar su figura desordenada.  El bolso y el pequeño paquete que llevaba en las manos han desaparecido y en la caída su falda se le ha subido más arriba de la cintura.
Esos breves instantes resultan para los dos una eternidad. Y justo cuando ya parecería llegado el momento en el que se iba a resolver el engorroso percance, la sangre, en una oleada incontenible le ciega los ojos, y echando mano del cuchillo, -que no ha dejado de sentir apretado en su cadera-, con un golpe certero, rebana el cuello terso y juvenil de su víctima.

Y la sangre brota con fuerza incontenible.

En un quiebro casi de felino, y que no parecería estar de acuerdo con su edad y condiciones físicas, se pone de pie, y emprende la huida escaleras abajo. Ya ha olvidado el asunto que le había traído aquí, y la atracción de la horca de sus sueños se ha desvanecido. Sin mirar hacia atrás, sale del portal y comienza a recorrer a la inversa las calles, que, como unos momentos antes, se encuentran concurridas de alegres grupos, que festejan el comienzo del fin de semana.

1992-2003

Mariano Bernuy - Arquitecto © 2003. Todos los derechos reservados.